miércoles, 30 de julio de 2008
Un año
Hace un año exactamente, a estas horas estaba yo durmiendo en casa de mi amiga Carmen en Viena, unas horas después de aterrizar desde Montreal, para venir el día siguiente a Linz. No se me ha pasado rápido... muchos recuerdos, quizás todavía una sensación de estar un poco descolocado, pero mucha ilusión por el futuro. Igual que hace un año.
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miércoles, 16 de julio de 2008
Reto
(Olimpiada Internacional de Matemáticas, donde estoy de coordinador.)
"Os daremos ahora el problema que vais a corregir, intentad resolverlo durante la mañana para familiarizaros, durante la tarde os daremos la solución oficial para que la estudiéis".
No es simplemente una tarea que me toca hacer. Me desdoblo, ya no soy solo yo aquí, sino también yo delante de un problema de matemáticas una y otra vez en el pasado. Recuerdos de éxitos y fracasos, pero no por igual: los éxitos siempre pequeños y como por carambola, los fracasos inmensos y con la inercia de un universo que me pone en el sitio que merezco. Vuelvo a mí, soy de nuevo el matemático adulto que va a corregir resultados y quiere conocer el problema antes. Me sacudo los fantasmas. Saco papel y boli.
La primera sensación es la diversión de jugar. Noto cómo mi mente se abre, casi siento la creatividad juvenil de tiempos pasados desperezándose y poniéndose en pie. Jugueteo un poco con el problema, crece la pueril esperanza de encontrar una solución rápida y simple y terminar triunfalmente en cinco minutos.
La primera parte cae en nada de tiempo. Me sorprendo de que sea tan fácil, al mismo tiempo la eufórica sensación de poder me llena: he pasado la mitad de la prueba sin despeinarme, como los buenos. Una pequeña y lejana voz dice desde el fondo: ¿lo dudabas?
Intento la segunda parte. Trabajo en ella, me enredo en los detalles, la euforia se va devaneciendo y deja paso a la concentración. La confianza en mis habilidades me mantiene sereno. Intento muchas maniobras, nada parece acercarme a la solución pero no me dejo engañar por las apariencias, es normal no ver la salida del tunel hasta casi haberla superado.
Se agotan las herramientas y entro en la siguiente fase: volver atrás, mirar lo que ya he hecho esperando a que mi cerebro haga una conexión fortuita entre el material que he acumulado en el papel. Me doy cuenta de que estoy nervioso, pero más allá de lo esperable: de nuevo soy David Sevilla en 1994 (y antes), sentado delante de tres problemas para los que me han dado 4.5 horas, acorralado por las esperanzas de muchos de que voy a darle a España una medalla, pero viendo pasar un minuto tras otro sin ser capaz de resolver ni un problema. Ahora soy David en 2008, con un saco de emociones a la espalda.
Hablo conmigo mismo, recordándome que sólo es un problema, que tengo todo el tiempo del mundo y que esta vez no hay nada en juego. Alguien dice desde dentro no es verdad, ahora es sólo un problema y mucho más tiempo, si no lo resuelvo no valgo nada y no lo he valido antes, se confirmará que la suerte me llevó en volandas donde quiso y yo fui incapaz de dar un paso más cuando me abandonó.
Respiro hondo e intento equilibrarme. Me vuelvo y pregunto a un compañero que lucha con el mismo problema, a ver cómo le va. Si él lo ha resuelto, demostrará mi fracaso. Pero no es así, no ha conseguido hacer ni la primera parte. Me regocijo en esa victoria parcial sobre el destino. Comento con él los detalles, y entonces me queda claro que he tropezado: no vi un detalle trivial, y mi solución no está bien... admito que no fue un mal intento, pero las matemáticas son implacables: o cierto o falso, o está bien o no vale nada. Mis ganancias se escurren como polvo entre mis dedos.
Vuelvo a la casilla uno. ¿Qué más hacer? Sigo dando vueltas sin brújula, rehago algunos cálculos, siempre hay que dar la oportunidad al creativo cerebro para que abra una puerta al pasar de nuevo por el camino ya andado. ¿Por qué insisto en esta dirección en concreto? Simplifica una parte del problema pero complica otra... pero no quiero abandonarla, me da buena espina, y no veo nuevas salidas. A ver por aquí, parece que puedo avanzar, voy a calcular y a ver qué sale. Qué buena pinta, de aquí sacaré algo, esto me lleva a aquello y... he resuelto la primera parte. Ahora sí, y además es rápido y bonito. Ahora no me siento, no hay emociones, soy uno con las ecuaciones que me llevan como una partitura a la solución. Como cuando toco el piano y escucho a la vez que creo, teniendo el control pero en volandas al mismo tiempo. Belleza.
Me deleito en la sensación. No hay orgullo, sólo alegría pero de la intelectual. Es un poco como mirar cielo azul durante un par de segundos y no tener tiempo de recordar cuánto te gusta o qué paz te da, sólo sentir el color azul llegándote.
Pasa el momento, efímero pero pleno, y vuelvo al desafío. Mi voluble y caprichoso yo vuelve, pone precio a ahora la dificultad de lo hecho. Como suele pasar en este tipo de problemas, era cuestión de tener una idea feliz: siento ahora el orgullo (curiosamente tenue) de saber que mi intuición abrió aquella puerta casi desde el principio, sólo era cuestión de tiempo acabar subiendo los pocos escalones.
La segunda parte se puede atacar a partir de la solución de la primera. Me pongo a ello, pero me siento ya un tanto desmotivado, y también cansado: como no tengo reloj, al contrario que cuando competía, no he sido consciente de que han pasado casi tres horas. A mi lado, mi fortuito compañero de habitación ha resuelto su problema e intenta el mío. Casi todos los que estamos aquí somos ex-olímpicos y compartimos el deseo de comprobar si nos hemos oxidado mucho después de muchos años de rígidas matemáticas profesionales; veteranos y batallitas, pero ahora peleando relajados en diferentes circunstancias.
A partir de mi solución, el de al lado hace cálculos que a mí se me antojan demasiado tediosos ya, y resuelve la segunda parte del problema. Aunque siento unos pequeños celos, soy consciente de que era cuestión de pico y pala, de seguir el camino obvio y trillado, así que no me causa pesar no haberlo hecho yo antes. Aun así, mi orgullo me pincha un poco (qué absurdo, me digo) y acabo el problema finalmente.
Apenas me siento orgulloso de haber resuelto el problema, aunque el David de 1994 y sus antecesores ronronean de placer a lo lejos. He disfrutado con el proceso, salvo cuando ellos salieron a gritarme sus frustraciones. Le he dado al problema lo que tenía, y él me ha dado con justicia.
"Os daremos ahora el problema que vais a corregir, intentad resolverlo durante la mañana para familiarizaros, durante la tarde os daremos la solución oficial para que la estudiéis".
No es simplemente una tarea que me toca hacer. Me desdoblo, ya no soy solo yo aquí, sino también yo delante de un problema de matemáticas una y otra vez en el pasado. Recuerdos de éxitos y fracasos, pero no por igual: los éxitos siempre pequeños y como por carambola, los fracasos inmensos y con la inercia de un universo que me pone en el sitio que merezco. Vuelvo a mí, soy de nuevo el matemático adulto que va a corregir resultados y quiere conocer el problema antes. Me sacudo los fantasmas. Saco papel y boli.
La primera sensación es la diversión de jugar. Noto cómo mi mente se abre, casi siento la creatividad juvenil de tiempos pasados desperezándose y poniéndose en pie. Jugueteo un poco con el problema, crece la pueril esperanza de encontrar una solución rápida y simple y terminar triunfalmente en cinco minutos.
La primera parte cae en nada de tiempo. Me sorprendo de que sea tan fácil, al mismo tiempo la eufórica sensación de poder me llena: he pasado la mitad de la prueba sin despeinarme, como los buenos. Una pequeña y lejana voz dice desde el fondo: ¿lo dudabas?
Intento la segunda parte. Trabajo en ella, me enredo en los detalles, la euforia se va devaneciendo y deja paso a la concentración. La confianza en mis habilidades me mantiene sereno. Intento muchas maniobras, nada parece acercarme a la solución pero no me dejo engañar por las apariencias, es normal no ver la salida del tunel hasta casi haberla superado.
Se agotan las herramientas y entro en la siguiente fase: volver atrás, mirar lo que ya he hecho esperando a que mi cerebro haga una conexión fortuita entre el material que he acumulado en el papel. Me doy cuenta de que estoy nervioso, pero más allá de lo esperable: de nuevo soy David Sevilla en 1994 (y antes), sentado delante de tres problemas para los que me han dado 4.5 horas, acorralado por las esperanzas de muchos de que voy a darle a España una medalla, pero viendo pasar un minuto tras otro sin ser capaz de resolver ni un problema. Ahora soy David en 2008, con un saco de emociones a la espalda.
Hablo conmigo mismo, recordándome que sólo es un problema, que tengo todo el tiempo del mundo y que esta vez no hay nada en juego. Alguien dice desde dentro no es verdad, ahora es sólo un problema y mucho más tiempo, si no lo resuelvo no valgo nada y no lo he valido antes, se confirmará que la suerte me llevó en volandas donde quiso y yo fui incapaz de dar un paso más cuando me abandonó.
Respiro hondo e intento equilibrarme. Me vuelvo y pregunto a un compañero que lucha con el mismo problema, a ver cómo le va. Si él lo ha resuelto, demostrará mi fracaso. Pero no es así, no ha conseguido hacer ni la primera parte. Me regocijo en esa victoria parcial sobre el destino. Comento con él los detalles, y entonces me queda claro que he tropezado: no vi un detalle trivial, y mi solución no está bien... admito que no fue un mal intento, pero las matemáticas son implacables: o cierto o falso, o está bien o no vale nada. Mis ganancias se escurren como polvo entre mis dedos.
Vuelvo a la casilla uno. ¿Qué más hacer? Sigo dando vueltas sin brújula, rehago algunos cálculos, siempre hay que dar la oportunidad al creativo cerebro para que abra una puerta al pasar de nuevo por el camino ya andado. ¿Por qué insisto en esta dirección en concreto? Simplifica una parte del problema pero complica otra... pero no quiero abandonarla, me da buena espina, y no veo nuevas salidas. A ver por aquí, parece que puedo avanzar, voy a calcular y a ver qué sale. Qué buena pinta, de aquí sacaré algo, esto me lleva a aquello y... he resuelto la primera parte. Ahora sí, y además es rápido y bonito. Ahora no me siento, no hay emociones, soy uno con las ecuaciones que me llevan como una partitura a la solución. Como cuando toco el piano y escucho a la vez que creo, teniendo el control pero en volandas al mismo tiempo. Belleza.
Me deleito en la sensación. No hay orgullo, sólo alegría pero de la intelectual. Es un poco como mirar cielo azul durante un par de segundos y no tener tiempo de recordar cuánto te gusta o qué paz te da, sólo sentir el color azul llegándote.
Pasa el momento, efímero pero pleno, y vuelvo al desafío. Mi voluble y caprichoso yo vuelve, pone precio a ahora la dificultad de lo hecho. Como suele pasar en este tipo de problemas, era cuestión de tener una idea feliz: siento ahora el orgullo (curiosamente tenue) de saber que mi intuición abrió aquella puerta casi desde el principio, sólo era cuestión de tiempo acabar subiendo los pocos escalones.
La segunda parte se puede atacar a partir de la solución de la primera. Me pongo a ello, pero me siento ya un tanto desmotivado, y también cansado: como no tengo reloj, al contrario que cuando competía, no he sido consciente de que han pasado casi tres horas. A mi lado, mi fortuito compañero de habitación ha resuelto su problema e intenta el mío. Casi todos los que estamos aquí somos ex-olímpicos y compartimos el deseo de comprobar si nos hemos oxidado mucho después de muchos años de rígidas matemáticas profesionales; veteranos y batallitas, pero ahora peleando relajados en diferentes circunstancias.
A partir de mi solución, el de al lado hace cálculos que a mí se me antojan demasiado tediosos ya, y resuelve la segunda parte del problema. Aunque siento unos pequeños celos, soy consciente de que era cuestión de pico y pala, de seguir el camino obvio y trillado, así que no me causa pesar no haberlo hecho yo antes. Aun así, mi orgullo me pincha un poco (qué absurdo, me digo) y acabo el problema finalmente.
Apenas me siento orgulloso de haber resuelto el problema, aunque el David de 1994 y sus antecesores ronronean de placer a lo lejos. He disfrutado con el proceso, salvo cuando ellos salieron a gritarme sus frustraciones. Le he dado al problema lo que tenía, y él me ha dado con justicia.
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domingo, 13 de julio de 2008
El choque cultural, en casa
Hace un par de días que he llegado a Madrid, así que estoy en el hogar familiar hasta que empiece la Olimpiada. De vuelta en Alcorcón, siempre que vengo me parece más y más distinto de lo que era cuando yo vivía aquí... más desordenado, más tosco, tanto en sus edificios y calles como en su gente. Me pregunto si no me estoy volviendo un esnob, con mi cosmopolitanismo de habitante de país "avanzado" como se supone que es Austria. Veo a gente que se gasta dinero en tonterías cuando las cosas estan tan mal aquí, oigo a gente echar la culpa al gobierno de turno (pero seguro que si pido detalles no podrán darme ninguno). La tele encendida todo el día me cansa (pero me siento turbadoramente atraído por ella) y los programas del corazón me estresan aunque sólo sean ruido de fondo que ignoro. Discuto con mi madre por esto y aquello que pasa en España o en el mundo, me enfado por algunas opiniones, pero siempre la pregunta: ¿tengo razón? ¿Y en qué me baso para creer que la tengo? Pero no, noto una gran diferencia entre yo ahora y el yo de antes, que votaba a la izquierda ciegamente, como quien anima al Atleti "manque pierda". Ahora me creo muchas menos cosas. Quizás por eso también me creo menos capaz de convencer a otros, eso tengo que aprender a aceptarlo más. Total, en Austria tampoco encuentro tanta gente con la que discutir de lo humano y lo divino.
Lástima que, habiéndome traído el portátil, me paso casi todo el día pegado a él. Pero qué le voy a hacer, la familia no da mucha cancha tampoco. Al menos estos días he visto a algunos amigos, lo justo para quitarse el mono de venir una vez cada muchos meses. A ver qué depara la semana que empieza, la Olimpiada será una experiencia interesante, espero. Quizás lo que más anhelo de una olimpiada de matemáticas es ver mi reflejo en ella, comparando lo que vea con lo que vio mi otro yo en otros tiempos. Siempre mi obsesión por medirme conmigo mismo, en continua lucha...
El impulso de seguir escribiendo-psicoanalizándome se desvanece, "publicar" y a otra rutina.
Lástima que, habiéndome traído el portátil, me paso casi todo el día pegado a él. Pero qué le voy a hacer, la familia no da mucha cancha tampoco. Al menos estos días he visto a algunos amigos, lo justo para quitarse el mono de venir una vez cada muchos meses. A ver qué depara la semana que empieza, la Olimpiada será una experiencia interesante, espero. Quizás lo que más anhelo de una olimpiada de matemáticas es ver mi reflejo en ella, comparando lo que vea con lo que vio mi otro yo en otros tiempos. Siempre mi obsesión por medirme conmigo mismo, en continua lucha...
El impulso de seguir escribiendo-psicoanalizándome se desvanece, "publicar" y a otra rutina.
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martes, 8 de julio de 2008
Dos viajes
La semana pasada nos fuimos todos los de la oficina, junto con un grupo de la Universidad de Viena, a pasar dos días juntos para contarnos unos a otros qué estamos investigando. Nos fuimos a un pueblo que se llama Spitz, en la región de Wachau, un sitio tranquilo y bonito. La cosa no estuvo mal científicamente hablando, fue entretenido ver qué hace otra gente (menos los compañeros del RICAM, que ya nos conocemos entre nosotros).
La región es conocida por sus albaricoques, con los que hacen un plato que consiste en una bola de masa (a veces hecha con miga de pan, otras veces con puré a patata) y que lleva un albaricoque entero dentro. De hecho, en Austria hay costumbre a veces de comer platos dulces, así que no era raro pedir tres o cuatro bolas y ya está.
Y un segundo viaje es el que se avecina: voy a Madrid a la Olimpiada Internacional de Matemáticas, a echar una mano, y así aprovecho a ver a la familia y amigos. Ya contaré algo desde allí.
La región es conocida por sus albaricoques, con los que hacen un plato que consiste en una bola de masa (a veces hecha con miga de pan, otras veces con puré a patata) y que lleva un albaricoque entero dentro. De hecho, en Austria hay costumbre a veces de comer platos dulces, así que no era raro pedir tres o cuatro bolas y ya está.
Y un segundo viaje es el que se avecina: voy a Madrid a la Olimpiada Internacional de Matemáticas, a echar una mano, y así aprovecho a ver a la familia y amigos. Ya contaré algo desde allí.
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